París sin Ciorán queda vacía de rebeldía genuina, no literaria. Con urgencia reeditan sus obras y hasta sus libros primeros, todavía escritos en rumano, su lengua materna. Gallimard publicó un tomo de mil páginas de una parte de las memorias de su vida en París.
¿Por qué se sigue hablando de un pensador que desdeñó la filosofía, asistemático y hasta contradictorio, sin ninguna simpatía por el: objeto de todo pensar y filosofar que es el Hombre?
¿Cuáles eran las atracciones de este enigmático rumano autoparisino?
Se tiene nostalgia de Ciorán, se extraña su presencia, porque se añora la autenticidad. Todos los pensadores se vuelven filósofos organizados o políticos, u opinantes previsibles al servicio de la industria editorial. Ciorán fue como un poeta que escribiese filosofía: vivió descuidado de su fama y de su negocio, enamorado de sus hallazgos, justezas y provocaciones. Esas frases o fragmentos de frases que anotaba durante sus caminatas por el Barrio Latino.
Había llegado a París en 1938, desde su Rumania natal, con una beca, y se quedó para siempre. En 1939, cuando la guerra logró evitar que lo envíen a Rumania y lo movilizasen para las batallas de entonces, siempre estúpidas cuando se las analiza veinte años después, siempre heroicas para el que las declara.
Ciorán, hijo de pastor, tuvo una formación metafísica y moralizante, dentro de los esquemas tradicionales de la filosofía europea. Su sentido crítico se fue transformando en escepticismo y cierto sarcasmo hacia el pensamiento de su época. Así como hay, pensadores que respetan y se ubican en los sistemas en boga y hacen su carrera pedagógica y académica dentro del signo o scudería optada, Ciorán se fue quedando al margen. Se erigió en un crítico sarcástico e involuntario de un tiempo de "grandes ideas" y universalismos que terminaban en las astutas manipulaciones de los mercaderes y comisarios, que se repartieron el poder en este siglo criminal que ya expira.
Le tocó el Occidente del nihilismo y de la decadencia. Su respuesta fue la autenticidad del pensar, la soledad y una sonrisa sarcástica ante los "bien pensantes" que se sucedían, desde Bertrand Russell, hasta Sartre y Camus y ahora esos \"nuevos filósofos\" comerciales de la Francia de nuestros días.
Ciorán había visto sucederse, desde su difícil soledad, todas esas corrientes triunfales: existencialistas, neocristianos salvacionistas, estructuristas, formalistas, antropologizantes, criptomarxistas, pragmatistas, etc.
Cultivó el oficio de pensar con la independencia de un Montaigne. Creó un lenguaje admirable y admirado donde la fuerza del rumano?latino sostenía la sutileza demasiado delicada del francés.
Ya desde Nietzsche la noción del hombre como recipendiario de las cualidades de Dios en la Tierra, había caído bajo sospecha. (En este sentido Nietzsche prefirió el escepticismo de Hobbes al entusiasmo humanista y laico de Rousseau.)
Ciorán rompió definitivamente con la corriente de autoalabanza: para él el hombre es un ser imperfecto y lamentable. Más un asesino en potencia que candidato a la santidad. La "Historia" es un río sangriento. Bastaría recordar algunos de los títulos que prueban la irreverencia de Ciorán: La tentación de existir, Del inconveniente de haber nacido. La caída en el tiempo, El impulso hacia lo peor. Son títulos que casi ironizan sobre el autoelogio humano de creerse la especie superior y digna de respeto en el orden creado.
Alguna vez, escuchando sus ironías y sarcasmos, que era su forma de rebelarse ante la estupidez de la política y de los poderes dominantes y asfixiantes, pensé que sería el último guerrero sarmung, esa secta de Gurdieff ubicada en el centro de Asia, de raíz zoroastriana, y que tenía como mandato impedir la proliferación del hombre sobre la Tierra. Combatían el amor, como peligro obvio y sólo toleraban la reproducción con el fin de conseguir los guerreros necesarios para continuar con su descomunal combate para preservar el mundo de la maldad humana. Una secta tan santa como los famosos assassinis.
Sin entenderse bien el tema, se acusó a Ciorán de defender el suicidio. En este sentido hay, que aclarar que el rumano pensaba este problema desde una dimensión parecida a la de los romanos: la posibilidad de decretar el propio fin más bien nos fortalece y nos ayuda a soportar la vida en las situaciones extremas. Los romanos jamás confundieron vida con duración. La dignidad heroica se opone al sentido judeocristiano de la vida como un aferramiento indigno.
El rebelde Ciorán pudo escribir: "Todo nacimiento me hunde en la consternación. Es insensato que se pueda mostrar un bebé, que se exhiba ese desastre virtual y que nos alegremos de su presencia...".
Ciorán se cansó del autoelogio filosófico y antropológico del hombre. La condición humana es el peligro cósmico. El hombro, el animal desleal por excelencia. En el siglo donde culmina su poder tecnológico, acaba al mismo tiempo con cien especies animales y vegetales, por día; quedan unas pocas familias de espléndidos tigres y un puñado de ballenas azules que flotan en un océano que huele a excremento de ciudades y a petróleo de sentina. ¡Cómo no extrañar los diálogos peripatéticos con Ciorán por las calles del Barrio Latino! ¿Cómo no recordar sus ataques furibundos contra el plagiario sublime de Sartre, contra su mujer causante de las páginas más negras de feminismo equivocado, contra esos políticos sometidos, en nombre de la democracia, a todas las entregas imaginables, a los poderes de la economía y la técnica?
Decía cosas terribles y nos miraba con sus ojos azules, desde la convicción honestísima de quien denuncia una época manejada por tabúes del pensamiento o de la política.
Como lo define brillantemente Gabriel Matzneff: "Era un hipocondríaco tónico cuya obra nos insufla la energía de vivir y no el deseo de morir".
Bien sospechaba Unamuno que en todo anarquista hay un teólogo al revés. Ciorán, lo supo destacar su comentarista y amigo Matzneff, es un despechado no de Dios, sino de este dios de la decadencia occidental. Se revela ante el dios represivo del judeocristianismo y ve en Pablo el "gran corruptor" que llevará a occidente a la cultura de la enfermedad espiritual crónica y pandémica.
Pero sólo lo emociona la aventura religiosa y poética de ese hombre que desprecia al verlo adorar la decadencia. .Anota en 1937: "Un filósofo no escapa de la mediocridad más que por las puertas del escepticismo o de la mística, esas dos formas de desesperación ante el conocimiento. El misticismo es una evasión fuera del conocimiento, el escepticismo es un conocimiento sin esperanza. Son dos formas de decir que el mundo no tiene solución...".
Y hablando de sus amigos del exilio rumano pudo decir: "Todos nosotros, con Mircea Eliade a la cabeza, somos creyentes, somos espíritus religiosos sin religión"... "Los filósofos de Occidente tienen sangre fría. Sólo hay calor cerca de Dios."
Y sin embargo, se burlará de estos arranques: \"Si yo creyera en Dios, mi fatuidad no tendría límites: me pasearía desnudo por las calles."
¿Cómo no extrañar a espíritus como el de Ciorán en estos años de chatura, de tierra de nadie espiritual?
Ciorán le devolvió al pensamiento filosófico, en Francia tan abstracto y determinado por el estilo académico, una calidad expresiva, de lenguaje, indispensable. Le devolvió al filosofar el hábitat del lenguaje poético, libre. La hipócrita imposición del estilo académico tiene una consecuencia castradora en el pensar. Le impide el riesgo, la sutileza, el camino de la contradicción y lo tangencial. En la escritura filosófica y ensayística de Iberoamérica padecemos ese reverencialismo limitador, como si Unamuno, Montaigne y Nietzsche no hubiesen existido. Ciorán, en Francia y en Europa, es la sonrisa que libera a quienes en medio de la mayor crisis de valores y de, pensar de la historia reciente, limitan su palabra a la jerga del claustro y de la monografía doctoral.
¿Cómo no extrañar al escritor que en estos tiempos de banalidades, de best sellers, afirma: "No se deberían escribir libros más que para decir cosas que uno no osaría confiarle a nadie"?
Abel Posse
Abel Posse.com